San Tarsicio fue un joven
convertido al cristianismo a mediados del siglo III, que colaboraba
como acólito de la Iglesia de Roma en las catacumbas durante la
persecución a los cristianos por parte de
la administración del emperador Valeriano.
Después de participar en una Misa
en las catacumbas de San Calixto fue comisionado por el obispo de
Roma, Sixto II (257-258) para llevar la eucaristía
a los cristianos que estaban en la cárcel, prisioneros por
proclamar su fe en Cristo. Por la
calle se encontró con un grupo de jóvenes paganos que le preguntaron
qué guardaba bajo su manto. Tarsicio se negó a decir, y los otros lo
atacaron con piedras y palos, posiblemente para robar lo que
llevaba. El joven prefirió morir antes que entregar lo que él
consideraba un tesoro sagrado. Otros detalles más legendarios
indican que, cuando estaba siendo apedreado, habría llegado un
soldado llamado Cuadrato, catecúmeno cristiano, quien reconoció a
Tarsicio y alejó a los atacantes. Tarsicio le habría encomendado
antes de morir que llevara la comunión a los encarcelados en lugar
suyo.
El
Martirologio romano manifiesta lo siguiente: “En Roma, en
la Vía Apia fue martirizado Tarsicio, acólito. Los paganos lo
encontraron cuando transportaba el sacramento del Cuerpo de Cristo y
le preguntaron qué llevaba. Tarsicio quería cumplir aquello que dijo
Jesús: ‘No arrojen las perlas a los cerdos’, y se negó a responder.
Los paganos lo apedrearon y apalearon hasta que exhaló el último
suspiro pero no pudieron encontrar el sacramento de Cristo ni en sus
manos, ni en sus vestidos. Los cristianos recogieron el cuerpo de
Tarsicio y le dieron honrosa sepultura en el cementerio de Calixto”.
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